Y la muerte lo encontró escribiendo, y el escritor dejó la pluma al lado y se prestó a navegar en la memoria de sus historias.
Mario Vargas Llosa ha fallecido este último domingo en Lima. El hombre que convirtió la literatura en un acto de libertad cogió la pluma por última vez para imprimir su nombre en el panteón de los grandes. Su muerte cierra un capítulo esencial en la cultura latinoamericana, pero su legado —tan vasto como contradictorio— seguirá provocando, inspirando y, sobre todo, discutiéndose.
Nacido en Arequipa en 1936, Mario, desde muy niño, conoció el oficio: como un lector voraz de quien los libros no le alcanzaban, reescribía las historias que digería para darles un nuevo final inventado. Curioso juego que ejercía con cierto grado de cinismo pero que habría de convertir en un oficio que lo llevaría a catapultarse como uno de los maestros de la narrativa del siglo XX.
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Sus primeros textos aparecen en 1959 con Los jefes, volumen de cuentos que le otorga el Premio Leopoldo Alas. Mario empezaba a ganar notoriedad entre la crítica especializada. Pero no será hasta 1963, cuando publique La ciudad y los perros, una demoledora crítica al sistema militar y la violencia institucionalizada en un colegio limeño (del que formó parte durante su juventud). Esta obra lo hace acreedor del prestigioso Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, como una forma de enfrentar la censura de la época y que finalmente lo posiciona como uno de los escritores más importantes de habla hispana.
A lo largo de su vida, Mario catapultó su éxito con la publicación de más de medio centenar de obras con su voz cruda y polifónica, denunciando las estructuras divergentes del poder y los peligros de las dictaduras a través de historias polivalentes, a menudo trágicas, que enfrentan a sus personajes a medios hostiles como son las sociedades latinoamericanas.
Sin embargo, su obra cumbre —y de la que él mismo hubiera salvado del fuego— fue Conversación en La Catedral (1969), una radiografía cínica y caótica de los problemas estructurales del Perú en el contexto de la dictadura de Manuel Odría. El escritor total había regalado a sus lectores la pieza fundamental que construye un sólido legado.
El último del Boom
Vargas Llosa fue el último sobreviviente del denominado Boom Latinoamericano, quien junto a Cortázar, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez revelaron una dimensión única y muy divergente de Latinoamérica a través de sus historias. La relación estrecha que cosechó con los integrantes del Boom lo llevó a compartir tertulias y eventos en diversas oportunidades, espacios en los que las rivalidades y el compañerismo acontecían: los legendarios debates alrededor del compromiso político del escritor («Julio creía que la literatura debía ser revolucionaria; yo, que debía ser libre»), sus noches de whisky con Fuentes en París, y su tormentosa relación con Gabriel García Márquez, a quien dedicó un libro (Historia de un deicidio, 1971) y con quien protagonizó un altercado (el famoso puñetazo) aún no esclarecido, que lo llevó a terminar su amistad en 1976; hoy, todo ello forma parte de la mitología literaria.
Mario Vargas Llosa, el político
La vida de Vargas Llosa fue tan polémica como efervescente. De convicciones firmes aunque cuestionables en los últimos años, su voz irrumpía como un recordatorio de que las ideas complejas merecen argumentos elaborados.
De niño, se enfrentó a la presencia tormentosa de su padre (de quien creía estaba muerto). Durante su juventud, abrazó las ideas marxistas y apoyó la Revolución Cubana, pero rompió con la izquierda tras el caso Padilla (1971), cuando el gobierno de Castro censuró y obligó a autoinculparse al poeta Heberto Padilla. «Fue mi primera gran desilusión», afirmó. En los 80, ya distanciado del socialismo, abrazó las ideas de la democracia liberal y el libre mercado, influenciado por pensadores como Isaiah Berlin y Karl Popper.
Es así que, tras el fallido intento de nacionalizar la banca por parte del expresidente Alan García (1987), Vargas Llosa tomó un papel protagónico en la esfera política, lo que lo llevó a presentarse en las elecciones presidenciales de 1990 por el FREDEMO. Esta alianza reunía a su movimiento Libertad, junto con el Partido Popular Cristiano (PPC) y Acción Popular (AP). Promovía reformas neoliberales (apertura económica, privatizaciones). Sin embargo, perdió la contienda frente a un aún desconocido Alberto Fujimori. Este evento es narrado en el libro El pez en el agua (1993), que recoge sus memorias de aquellos años agitados. Tras perder con Fujimori (quien luego dio un autogolpe en 1992), Vargas Llosa se alejó de la política activa, aunque siguió influyente como intelectual liberal.
El Premio Nobel de Literatura
Alejado de la política, Vargas Llosa siguió cultivando títulos para su larga lista de obras: Los cuadernos de don Rigoberto (1997), La fiesta del Chivo (2000), Travesuras de la niña mala (2006), entre otras. Pese a ello, el Nobel le fue esquivo durante algunos años; hasta la mañana del 7 de octubre de 2010, cuando el secretario permanente de la Academia Sueca, Peter Englund, anunció su nombre. «Pensé que era una broma», confesó después. Mario Vargas Llosa se convertía en el primer escritor peruano en obtener el galardón por «su cartografía de las estructuras del poder y sus agudas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo».
La Academia Sueca reconocía por fin la maestría y el dominio técnico del escritor. En las 48 horas posteriores al anuncio, sus libros se agotaron en Lima, Madrid y Buenos Aires. The New York Times lo calificó como «El último titán del Boom». Sin embargo, no sería el último reconocimiento. En 2023, el escritor fue invitado a formar parte de la prestigiosa Academia Francesa, convirtiéndose en el primer escritor hispanohablante en tener un lugar, el mismo que ocuparon figuras de la historia universal como Voltaire, Montesquieu, Victor Hugo y Alejandro Dumas.
Durante estos últimos años Mario Vargas Llosa no dejó de publicar. Al anuncio del Nobel, le siguieron obras como El sueño del celta (2010), El héroe discreto (2013), Cinco esquinas (2016); y su último retrato Les dedico mi silencio (2023), quiza una confensión sincera y premonitoria del escritor que alguna vez afirmaba “que la muerte me encuentre escribiendo”; una promesa íntima que mantuvo fiel y que había convertido en divisa existencial: escribir contra el olvido, contra la muerte misma.
Con Vargas Llosa desaparece el último intelectual del siglo XX en lengua castellana. El hombre detrás del héroe se desvanece para ser erigido como un grande de las letras universales. No fue el escritor comprometido del que seguramente se pronunciarán discursos —sus contradicciones políticas, sus pasiones tempestuosas, sus batallas públicas lo demuestran—, pero sí fue un artista esencial. Uno de esos raros autores que logró convertir sus ideas fuertes en espejos colectivos. Queda su legado: una literatura que no pide permiso para cuestionar el poder, para incomodar a los dogmáticos, para celebrar la libertad en todas sus formas. Como él mismo diría: «La literatura no es un pasatiempo, es un acto de resistencia». Y nadie resistió mejor.